José Manuel Morales Cañadas

Salomón y Job son quienes mejor han conocido la miseria del hombre, y los que mejor la han descrito, por ser el uno el más feliz de los hombres, y el otro el más desgraciado; por conocer el primero por experiencia propia la vanidad del placer, y el segundo la realidad de los males.

Pascal[1]

El dios de las religiones que, siendo eterno, se representa a los seres llevados por el tiempo, no puede consistir más que en la suprema indiferencia o la suprema desesperación, en la culminación de la monstruosidad moral o de la desdicha.            

Guyau[2]

I.

La singularidad del Libro de Job comienza por su propia inclusión y datación junto a los libros sagrados de los diversos cánones, tanto hebreos como cristianos y musulmanes. La Biblia hebrea[3] lo incluye en los Hagiógrafos, y la tradición rabínica lo coloca tras los Proverbios. En los LXX, entre los libros didácticos o sapienciales. Los Padres de los siglos IV-V antes de los Salmos, y así hasta Trento y la versión oficial de la Vulgata, que lo coloca como transición entre los Libros Históricos y los Didácticos. Otros manuscritos lo encajan tras los Salmos o el Eclesiástico, y Agustín entre los Históricos, detrás de los Profetas, y como un profeta más también en el Corán[4]…acabando por ser expurgado, en el ritual católico, para dotar de contenido al Oficio de Difuntos[5].  Fuera de las Religiones del Libro, el texto se incluye en la literatura sapiencial que floreció por todo el Oriente cercano[6]. En cuanto al lenguaje, el de Jobnos recuerda más al de los Salmos y a las palabras desgarradas de algunos Profetas, aunque invirtiendo su sentido. Es cierto que toda exégesis, y más aún cuando el que la desarrolla es un experto, puede ayudarnos a descubrir las posibles concomitancias o divergencias entre el contenido del texto y su contexto, tanto literario o histórico como estrictamente religioso. Pero, y en esto consiste su verdadero carácter excepcional, el Libro de Job, sean cuales sean su antigüedad y su género, puede leerse fuera de contexto, en cuyo caso las exégesis, más o menos interesadas, más que aclararnos, pueden llegar a estorbarnos, a la hora de captar ese otro sentido profundo, también evidentemente interesado desde el momento en que lo hacemos nuestro, actual y sin intermediarios/intérpretes[7], como una reflexión, entre otras cosas, sobre el (sin)sentido del sufrimiento. Nos gustaría elegir su datación más reciente, en torno a la primera mitad del s. V a. C.[8], por la misma época en que irrumpían en Atenas esos discutidores de profesión que acabaron por adueñarse del título de sofistas. A pesar de que la mayor parte de sus comentadores insisten en el carácter homogéneo del discurso de los amigos de Job, podríamos así esbozar un auténtico desarrollo dialéctico en las sucesivas intervenciones de los personajes, e incluso, ampliándolo y tomando como punto de partida la trama que da lugar a la historia, articular con el diálogo tanto el prólogo en los cielos como la apoteosis final, que muchos dan por añadida. Nos enfrentaríamos de este modo, no con la versión más pobre de la argumentación (que se resume en el carácter terrenal vs. trascendente de la justicia divina), sino con una complejidad que multiplica también sus personajes. De este modo, de las dos versiones enfrentadas, la del propio Job y la de sus amigos, pasaríamos a ocho, interpretadas por otros tantos actores: Job, Yahveh (o simplemente Dios, El, ya que apenas figura en el texto con su nombre propio[9]), el Satán, la anónima esposa de Job[10], Elifaz de Temán, Bildad de Suah, Sofar de Naama y, finalmente, el espurio Elihú.                                           

Algunos comentaristas excluyen expresamente la obra del género dramático, por carecer de acción. Pero, si nos empeñamos en esta forzada analogía, el libro, tomado de esta forma como diálogo dramático, cuenta también con su coro y sus personajes secundarios. Para el primero podríamos conjuntar a todos los hijos de El-Shaddai, entre los cuales se coloca también el Satán, aun manteniendo su papel protagonista, y tal vez el siniestro visitante onírico de Elifaz. Los segundos hacen doblete: primero con un papel muy breve, sólo para morir enseguida; y en segundo lugar con uno indefinido, una vez repuestos por Yahveh. Únicamente los criados, los que hacen de heraldos para anunciarle a Job la primera tanda de desdichas, actúan una sola vez; los demás, los hijos del paciente varón y el resto de la servidumbre, junto a los animales, reaparecen con el mismo papel que tuvieron antes de ser masacrados. ¿Y el narrador? Moisés, Salomón, Isaías o cualquier otro profeta de los tiempos del reinado de Azaquías, todos han pretendido alguna vez hacerse con los derechos de autor, incluido el propio Job. Hasta el s. XIX de la Era cristiana no pudo reconocerse sin peligro que, en los libros inspirados, cuyo autor absoluto era el mismísimo Dios, podían haber participado muchos, que recortaban y añadían, corregían e incluso contradecían el texto original, si es que lo hubo. Y cuando las divergencias resultaban demasiado evidentes, siempre existía el recurso, muy apropiado para este caso, a la inefabilidad suprema del Autor, quien se habría tomado intencionadamente el trabajo de confundir a sus lectores, como había hecho en la práctica con el pobre Job. La crítica racionalista de los textos sagrados, que se origina ya en el s. XVII con Spinoza y Richard Simon entre otros, y que acabó cebándose también con los textos del Nuevo Testamento,  pudo favorecer, como se esperaba, el escepticismo ante unos escritos que, durante siglos, habían pasado en bloque por las Obras Completas de un solo Autor bastante desigual y desordenado, a veces políglota, sin un estilo definido y con unos principios éticos y estéticos tan eclécticos, que obligaban al lector a recurrir al experto, guiado a su vez (unas veces sí y otras no) por el Espíritu del propio escritor, antes de adentrarse en esa inextricable maraña. A cambio, y parafraseando a Job, los que quitaron a Dios nos dieron sus obras, editadas esta vez por separado y ganando con ello, en muchos casos, todo el valor literario y humano que puedan ofrecernos todavía. Podemos por fin leer a los Profetas o el Génesis sin adorar a sus dioses (ahora resultan ser muchos y muy dispares), del mismo modo en que leemos la Odisea sin tener que ofrecer sacrificios a Atenea, sin remitirnos siquiera a Homero ni a Moisés, y admirando la obra sin pensar en su engañoso Hacedor.

***

El libro se abre con una apuesta entre dos, para cuyo resultado va a ser necesario urdir una trampa. Los jugadores pertenecen a un nivel de realidad cualitativamente distinto y superior al de los otros personajes (nosotros mismos incluidos). Por tanto, no se plantea siquiera el peligro de que la víctima de la estratagema, cuya respuesta va a decidir el resultado, sospeche en ningún momento del engaño. Pero, si nos quedamos con el simple papel de lectores y destinatarios del texto, y dado que, a pesar de su forma dialogada, se trata de un diálogo narrado, podemos estar al tanto del embuste. Quede claro que no vamos a leer el Libro de Job, como es habitual, en clave ética o ético-religiosa, sino epistemológica: el dualismo moral bien/mal estará subordinado al par de opuestos verdad/falsedad. Y así, encontramos en el Libro de Job cuatro pasos en el proceso dialéctico entre la verdad y la mentira: engaño  ̶  desengaño  ̶  descubrimiento  ̶ encubrimiento definitivo. Simplificando mucho, el esquema lógico quedaría de este modo:  

  1. Comenzamos por el primer error de los hombres, que el Satán conoce muy bien: la llamada postura tradicional sobre la justicia divina, que se cumple en esta y única vida y que reduce la desdicha a una consecuencia del pecado, que afecta a todos y cada uno de los seres humanos. Este primer argumento es atribuido por el Satán a Job ante Yahveh, y es también el defendido explícitamente por los amigos: A) Dios es justo[11]; B) luego el sufrimiento es castigo por el pecado[12]; C) Job sufre; D) luego Job ha pecado[13].
  2. Por reducción al absurdo[14], resulta implícitamente del enfrentamiento que manifiesta Job entre su dolor y la certeza de su inocencia: A) Si Dios fuera justo, no haría sufrir al hombre bueno; B) Job sufre y no ha pecado (lo primero es una evidencia para todos; lo segundo, sólo para Job, según se expresa en 37); C) luego Dios es injusto. Este argumento no se rechaza por razonamiento, sino por un acto de fe indiscutido: llamar injusto a Dios equivale a una blasfemia.[15]
  3. El lado afirmativo de la epifanía consiste en la aclaración del primer error (la justicia como retribución terrena), es decir, en un metaenunciado negativo, que nos da a entender que el término ‘justo’ es equívoco, variando su sentido según se refiera a Dios o al hombre. Dios puede parecer injusto a los ojos del hombre sin serlo realmente; o, más bien, la justicia divina abarca situaciones que, a nivel humano, aparecen como injustas[16].
  • De nuevo, el lado negativo del enunciado contenido en la teofanía (o teofonía), que se asemeja a distancia a una consideración positivista sobre lo sagrado, encierra una afirmación, aunque paradójica: el alumbramiento-desvelamiento del carácter oculto, e ininteligible para el ser humano, de la voluntad de Dios.

Así pues, el primer planteamiento, anterior (en sentido tanto lógico como cronológico) a la historia que le va a servir de correctivo, radica en la creencia equivocada sobre la justicia divina, defendida tanto por sus amigos como por el propio Job, quien se ve obligado a acudir a ella, aunque quizás ya no la comparta y sólo para ponerla en cuestión, con el objetivo expreso de justificar así su inocencia. Por tratarse de una perspectiva demasiado ingenua, cuestionada ya en muchos pasajes de la Torah[17], su persistencia nos remite inevitablemente a un esquema de pensamiento primitivo que rebasa la frontera de la mentalidad y la cultura judías históricas. Desde un punto de vista teológico, se quiere ver en esta confianza espontánea un estadio anterior, dentro de un supuesto desarrollo de la religión de Israel hacia la noción de trascendencia absoluta y, de paso, hacia la ocurrencia de una vida después de la muerte, es decir, hacia la revelación cristiana[18]. Pero, aparte de que suelen ser los exegetas cristianos los que lo enfocan de este modo, dado que difícilmente encontramos en el Antiguo Testamento ni siquiera la sospecha de una resurrección y/o retribución no terrenas, que el propio Job rechaza (14:12-20, 16:22), la fácil solución que ello supondría al páthos y la agonía del  paciente protagonista, no sólo resulta poco creíble desde el punto de vista antropológico, sino que desvirtúa y empobrece la radicalidad con que se plantea el conflicto en el propio libro. Si nos atenemos exclusivamente a lo que dice el texto, y no a lo que pretendidamente anuncia o anticipa, es contra esta falsa confianza (en cualquier tipo de retribución, venga cuando venga) frente a la que Satán elabora su trama, con la connivencia y, sobra decirlo, la premeditación del propio Yahveh.

Aunque sea ya comenzado el diálogo en la tierra cuando se explicite la versión tradicional sobre la justicia divina entendida como compensación en esta vida, el lector advierte fácilmente que es para deshacer esta creencia engañosa por lo que se confabulan Yahveh y Satán desde el principio (1:9-11). Comenzamos pues con ese proyecto tramposo, que inaugura lo que hemos llamado el prólogo en los cielos de la historia de Job, y que se articula a su vez en dos fases muy bien marcadas en el texto, que las separa mediante una segunda entrevista entre Dios y su ayudante (2:1-7). Primero arrebata Satán a Job sus bienes terrenales, su riqueza, resumida en sus dominios: cosechas y ganados, servidumbre y descendencia[19], en este orden y todos a la vez con el conjunto de sus iguales, dentro de sus respectivas categorías. Ciertamente, el primer dolor de Job es demasiadomundano, quedando limitado en el relato a la sola constatación de las sucesivas pérdidas de posesiones, como en un inventario que nos hace pensar en una especie de inversión de la Cosmogonía del Sacerdotal: Dios, víaSatán, va restando, uno por uno, todos los elementos que había ofrecido gratuitamente a su siervo, del que hasta ahora, aparentemente, se sentía tan orgulloso… a la vez que engaña al mismo Satán, haciéndole creer en su certeza (de Yahveh) de que Job es inocente ¡y entiende ya el sentido trascendente de su malhadada justicia! Es por todo esto por lo que, en un segundo asalto, el ataque va dirigido contra su propia persona, en forma de enfermedad. Hay que recordar que Job había sido siempre un hombre feliz a la vez que piadoso. Es a partir de ahora, y a medida que se acumulan sus desdichas, cuando, de manera progresiva, se inicia el proceso de desengaño que lo va a ir llevando, hasta llegar al límite, a separar ambas virtudes. Y es durante este proceso de aprendizaje negativo cuando descubre que hubo un momento en que no fue feliz… ni desdichado, esto es, que no fue en absoluto: antes de su nacimiento (3:13, 16); y otro equivalente en que, necesariamente, dejará de serlo: tras la muerte (3:19).

Comienza en fin la acción satánica, reducida a unos pocos versículos (1:13-19 y 2:7), pero de consecuencias devastadoras. El Satán, a pesar de su nombre parlante, sólo tienta a Dios[20] mediante su acusación de Job. De cara a los hombres, antes que como tentador o acusador, se comporta más bien como un maestro, un educador que ilustra a la criatura ingenua, aun escandalizándola, sobre el supremo engaño en que consiste el poder divino. La apuesta es entre dos semejantes sobrehumanos, aunque adversarios dentro del mismo juego… en apariencia: en verdad, el jugador es uno solo, el solitario Yahveh, que es quien elige y convoca a su sirviente y competidor (creado por y para Sí mismo) para una partida cuyas reglas, desarrollo y desenlace ha preparado y amañado de antemano. Por su parte, el hijo de Yahveh sólo quita, sin ofrecer nada al hombre a cambio de la traición a su Creador, a diferencia de lo que ocurre en Génesis 3:4-5, donde le ofrece la sabiduría que el propio Dios le hurta. Pero con la sucesión de desgracias vuelve evidente la verdadera imagen que Yahveh ha de tener ante su súbdito: la de una fuerza infinitamente mayor que la capacidad humana de entendimiento, de la que deriva una concepción también infinita o indefinible de la justicia; una superioridad que se traduce en la gratuidad de sus actos (como en el sacrificio de Isaac[21]). Satán, por lo tanto, no miente[22]; al contrario, aclara, tanto a Job como a sus amigos, un sentido más profundo (y cruel) de la naturaleza divina: su carácter incomprensible. De ahí la paradoja[23]: Satán descubre al hombre el irremediable ocultamiento de Dios; es más claro e ilumina más al hombre sobre Dios que Dios mismo, al ayudar a hacerle clara su completa opacidad. De la relación de intercambio entre Yahveh y su criatura, que es lo que defienden los amigos (junto al concepto consecuente de justicia como retribución) se pasa a la de sumisión, en la que uno de los contrayentes del pacto, Yahveh, deja de estar obligado con respecto al otro. Como ocurre en otros pactos de la historia sagrada, que se diluyen en simples promesas (la marca de Caín, la elección del pueblo elegido, el compromiso tras el diluvio o tras la destrucción de Sodoma y Gomorra, etcétera), no existe ninguna instancia superior a la voluntad divina, incomprensible para el hombre, que la obligue al cumplimiento de su promesa[24]. Quizás ahí está el “engaño” satánico: la prueba sirve para comprobar hasta qué punto Job (y sus amigos, que colaboran sin saberlo con el plan, al intentar convencer a Job con sus argumentos) sigue prisionero de esa noción falsa de la equidad divina. Pero la treta, al ser llevada al extremo, desmonta el error, y la mentira sirve así de vehículo para alcanzar la verdad: el exceso de penalidades no puede corresponder a ninguna falta equivalente. Aunque sólo Job, el Salomón que en ese momento tenía a mano Yahveh, podía servirle de ratón de laboratorio: el hombre que lo posee todo, felicidad y piedad, y en el grado máximo que puede alcanzar un mortal, es el único que puede probar, degustar, incluso paladear el colmo del dolor. Esta segunda alternativa, a la que se quiere inducir a Job y que su esposa plantea abiertamente, sólo se hace creíble en el caso del dolor exacerbado de Job: en la mayoría de los hombres, la cantidad de pecado, no sólo supera con creces la de sufrimiento, sino que obtiene, en muchas ocasiones, una recompensa que puede resultar escandalosa incluso desde el punto de vista de la justicia estrictamente humana. Sólo en el caso de Job se dan unidos los dos polos: el del dolor y el de la bondad. La contradicción en su caso es evidente y absoluta: no hay sufrimiento que pueda concebirse que Job no posea (3:25), y, en el otro extremo, la certeza de Job de su inocencia se alza frente a cualquier otra consideración. La autocerteza ética es la que se atreve a contradecir el autoengaño religioso y a encararse incluso con el Juez supremo.

A pesar de que en este libro Dios termina por hablar directamente al hombre[25], ello no justifica su inclusión en los Hagiógrafos de la Biblia judía, que lo degrada al nivel inferior del parloteo de Yahveh con su pueblo. De los tiempos remotos en los que, como en la Mekoné griega, el ser humano compartía mesa y conversación con sus dioses; e incluso cortado ya el monólogo que inspiraba directamente y al pie de la letra sus mensajes a los profetas[26] (o a las sibilas, en el caso griego), el redactor del Libro de Job sólo conserva la gracia, que salva su escrito de convertirse en un simple apócrifo. A cambio, esto nos excusa de la obligación de escuchar las sentencias del autor/personaje como una transcripción directa, no ya del mensaje del Otro, sino incluso de cualquier mensaje, más o menos claro y directo, de sus secretas intenciones.

En la introducción (1:8-12) se nos cuenta, en resumen, cómo Dios quiere y decide que el Satán sospeche y lo tiente a Sí mismo, haciéndole creer (Yahveh a Satán) que puede inducirlo a Él a sospechar de la piedad de Job. Satán, burlador burlado, pasa entonces a tentar, a tantear a Job, enviándole calamidades que el hombre ha de tomar, equivocadamente, como causadas, con o sin motivo, por el propio Yahveh (que es quien verdaderamente se las envía, aun delegando la tarea en su primer mayordomo). Aunque Yahveh ya sepa de antemano cuál va a ser el último paso de esta especie de experimento, y a falta de presciencia por nuestra parte, podríamos encontrarnos con dos resultados diferentes: o bien Job reniega de Dios, y su piedad no era por tanto más que una forma de agradecimiento; o bien se mantiene fiel, lo cual implicaría que su entrega era “auténtica”, es decir, independiente de sus beneficios. O lo que es lo mismo: que el hombre Job conocía ya esa nueva forma de justicia que es la que Dios quiere en última instancia descubrir y anunciar… a costa de esconderla definitivamente. La prueba se complica y son necesarios tres ataques sucesivos: arrebatarle a Job sus bienes mundanos (dones gratuitos de Dios, que no debe atribuir a su buena conducta hacia Él); quitarle su vitalidad (ídem); y, finalmente, seducirlo con una farsa añadida: el consuelo mentiroso de sus amigos, nuevos instrumentos de Yahveh/Satán, ya que acuden aparentemente a convencerlo de su culpabilidad… aunque lo que estén verdaderamente intentando sin saberlo sea que incurra en la blasfemia de atribuir el mal exclusivamente a Dios. En el interín, aparece la tentación de la esposa (2:9), que pretende que reniegue de un Dios injusto y elija la muerte, que es precisamente lo que Dios había prohibido con insistencia al Satán (1:12 y 2:6), ya que echaría abajo todo el protocolo del experimento.

La verdad y la mentira se intercambian así sus disfraces, hasta que llegamos al último paso del que hablamos antes, en el que se vuelven claras las tinieblas en que radica la esencia de este dios proteico y embustero. Y con ello, a su ignorancia del lenguaje humano, a la imposibilidad de comunicarse con su progenie. Pasando por Babel, llegamos pues al polo opuesto del lenguaje natural que Dios había dado al hombre, al otorgarle el derecho de nombrar a los animales en el Paraíso (Génesis 2:19-20). Sin embargo, esta intervención última de Yahveh, que resulta algo artificiosa y forzada, y que nos retrotrae a la ingenuidad del lenguaje yahvista[27], va más allá de ese cuarto momento que sería el del desvelamiento final de la trascendencia absoluta de Dios: rizando el rizo, nos da a entender, por decirlo de algún modo, que todo estaba previsto, de manera que, aunque sólo El lo sepa y lo comprenda, la complicada estratagema tenía finalmente un sentido, si bien inexplicable e injustificable.

***

La intervención de Elifaz, que abre el diálogo puramente humano, aparte de resumir en pocas palabras la ya mentada consideración tradicional sobre el mal (4:7-9), así como la actitud que debe tomar el que lo sufre (pedir perdón, aunque no sepa por qué), sirve de acicate para que Job comience sus protestas (en el sentido amplio del término), reprochando a Dios que lo castigue con tanto sufrimiento, siendo su vida tan pasajera: «¡Déjame ya, que un soplo son mis días!» (7:16); así como el que se ocupe de un ser insignificante como él. De paso, Job intuye que no es su persona individual, como tampoco lo era el pueblo elegido de los tiempos patriarcales, el objeto enconado de su preferencia (que aquí es sinónimo de odio o, más bien, de venganza): «¿Qué es el hombre para que te ocupes tanto de él, / para que pongas en él tu corazón, / para que le escrutes todas las mañanas / y a cada instante le escudriñes? / ¿Cuándo retirarás tu mirada de mí /…/ ¿Por qué te sirvo de cuidado…?»[28] (7:17-19). Aunque sea ad hoc, introducimos aquí la hipótesis evolutiva, pero sólo hacia atrás. Todos estos reproches, que tanto nos recuerdan al Salmo 139, nos dan a entender que, a medida que se ha ido creciendo, separándose del trato cara a cara con el hombre y haciéndose realmente Único, el antiguo Dios de Israel se ha ido adueñando paradójicamente de esa otra totalidad mermada que es el individuo humano, todos los individuos humanos. Dicho de otro modo, a medida que Dios se va volviendo irreconocible, su conocimiento del ser humano se va ampliando, hasta hacerse insoportable[29]. El sufrimiento de Job es inconmensurable, no sólo con sus (inexistentes) pecados, sino con la naturaleza efímera de su existencia. Los castigos de Dios en esta vida, que en este caso no resultan de los delitos cometidos y que no incluyen la muerte[30], no podrían por tanto imputarse al pecado primigenio, que en el Libro de Job ni siquiera se menciona. Por otro lado, los males de Job no son infinitos: le han sido enviados por lotes, se pueden sumar y restar, aunque su enormidad no tenga parangón con la pequeñez del hombre. Job insiste en esa otra desproporción (7:20): la que se da entre el castigo y el efecto que el pecado pueda tener sobre un ser omnipotente, ya que las acciones de ese otro ser limitado que es el hombre no pueden afectar a una entidad absoluta, que se basta a sí misma.

Como entreacto, antes de retomar el drama, sigamos un momento hablando de números, aunque sea entre paréntesis. El mal (o los males), además de poderse contar (sumar, restar, etcétera), se escinde en dos tipos deshaciendo su ambigüedad, una de ellas: por un lado, el mal moral, que proviene de la conducta individual cuando ésta contraviene algún mandamiento divino; y por otro el sufrimiento sobrevenido, que pierde a partir de ahora su carácter ético y teológico[31]. El hombre es el causante de su propia desgracia, pero ello no significa que ésta haya sido enviada por Dios como castigo por una acción culpable, sino que es engendrada directamente por sí mismo: la naturaleza en su totalidad[32], incluida la humana, la desarrolla de un germen que ya estaba en su interior, del mismo modo que genera en el ser humano las buenas o malas acciones, independientes ahora del sufrimiento y, lo que es más importante, de ese dolor prescindible y añadido de forma superflua a la lista de los males reales: la culpa. Y esta escisión entre el sentido ético del maly su sentido natural es precisamente uno de los hallazgos más significativos del Libro de Job. Sócrates buscaba en vano una definición del bien, frente al uso equívoco que le otorgaban los demás sofistas. De manera semejante, Job parece empeñarse en deshacer el equívoco, esta vez contenido en la noción antinómica del mal. Sólo como recurso literario, por no tratarse el Libro de Job de una obra filosófica, se recurre al número para darnos a entender, figuradamente, un concepto abstracto del mal, para el que tampoco Job encuentra una definición y/o justificación adecuada (6:2-3). Para un ser limitado como el hombre, la cantidad, cuando es desmesurada y, especialmente, cuando desborda esa especie de envoltorio bien delimitado, recortado, que es su cuerpo o sí mismo (frente a lo que ocurre con el infinito exterior, el de las estrellas o las arenas del mar y del desierto), da un salto hacia lo inconmensurable cualitativo; de ese modo, del exceso de males pasamos al mal excesivo: absoluto.

De todos los discursos, hay uno muy breve, que se reduce a una sentencia imperativa, más fuerte que los simples consejos amistosos, y que ha sido habitualmente minusvalorado a pesar de su importancia: «¡Maldice[33] a Dios y muere!» (2:9). Al margen del trasfondo patriarcal que pueda haber en el papelito reservado a la esposa de Job, quien se asemeja a una nueva Pandora o a una segunda Eva, quizás su doctrina, demasiado transparente por malévola, es lo que ha hecho que los comentaristas la tengan tan poco en cuenta a la hora de justificarla o articularla con el resto del contenido. Gregorio Magno utiliza a la esposa de Job como alegoría, dentro de una división cuatripartita en la que se combinan palabras e intenciones según su relación con el par bueno/malo: la sentencia de la mujer, como cabe esperar, se sitúa en cabeza (en mala cabeza), sumando la perversidad a la blasfemia, el mal propósito con el mal-decir. Todo ello dentro de un discurso sobre los buenos/malos predicadores, y en comparación con el también alegórico Elihú, que se toma como figura del predicador presuntuoso (que dice bien la palabra de Dios, pero con un propósito errado: adueñarse de ella, cuando no le pertenece, sólo para crecerse ante su auditorio). Bien o mal, en cualquier caso, esta especie de Jantipa semítica es la única que habla claro. No justifica, no hace santas sus palabras ni esconde nada tras ellas: la muerte, ésa que tanto invoca su esposo, aunque hipócritamente (3:20-21), es la única solución para el sufrimiento; y al Dios que nos lo inflige inmerecidamente no le corresponde más que la maldición. Entendamos por tanto: Maldice primero a Dios, y muérete después, ya que tus males no tienen remedio.

Si traducimos la “tentación” como prueba, consiste en poner a mano algo que está prohibido, pero que se desea ardientemente. La ley ha de entenderse entonces como estricta prohibición, como una quita que, cuando se recupera, aporta un enorme beneficio, pero que trae consigo un “castigo”, real o imaginario (la culpabilidad). En el caso del consejo de la esposa, la transgresión sería puramente negativa: se da por supuesto que Job desea maldecir a su Dios, y que sólo se lo impide su obcecado respeto por la ley recibida. Pero, al igual que le ocurrió a la pareja humana tras el primer pecado, aquí también el transgresor se hace sabio, más sabio, gracias a la simple culpa de haber pedido cuentas a Yahveh, de haber cuestionado su justicia; el pecado completo, que habría significado la victoria del Satán (¡y de Yahveh, por tanto!), habría consistido, no ya en negar a Dios, sino en maldecirlo, hacerlo responsable del mal, considerarlo malo. En los casos de otros personajes del relato yahvista en los que se trata de pecadores individuales (Caín, Lamec, Cam), todos ellos quieren lo que no tienen y corresponde a otros, inmerecidamente según su criterio, lo cual los conduce al asesinato. Pero el otro, su víctima, es siempre un semejante, ya que en caso contrario no habría dado lugar a la envidia; en el pecado original, en cambio, lo que Adán desea es propiedad del absolutamente Otro (a quien, además, no puede eliminarse), por lo que a la envidia se añade la soberbia. Tanto Job como sus amigos pecan, según el discurso final de Yahveh, de esta misma soberbia: quieren poseer una sabiduría que sólo le pertenece a Él. Job no quiere en principio lo que no posee, sino lo que ya ha tenido y le ha sido arrebatado, inmerecidamente en ambos casos: su nueva piedad o sentido de la justicia consiste en entender que todo eso no era suyo, sino que se trataba de un don gratuito. Pero la cosa se vuelve más difícil cuando el “don” es su misma vida, entendida como integridad corporal; Job podría haber prescindido de sus bienes exteriores sin dejar de ser él mismo; pero no puede renunciar a sí mismo, como le plantea su esposa, muriendo, ahora que ese sí mismo se reduce a sufrimiento.

La enfermedad no es sólo la secuela del pecado, de algún pecado, por recóndito y olvidado que haya quedado en la conciencia del paciente. La de Job ha sido muy bien escogida a tal efecto, en primer lugar, por el autor del libro, que consigue con su breve descripción transmitirnos todo su significado: se trata de una patología visible, palpable, epidérmica, literal y metafóricamente. Llamativa y volcada al exterior, no sólo la sufre el enfermo: también la perciben, y con repugnancia, sus visitantes y espectadores. Si pasamos a su etiología simbólica, Yahveh, a través del contagio del Satán, ha dado igualmente con la tecla: los síntomas evocan una descomposición cadavérica prolongada (7:5), detenida en el mismo proceso, ya que parece no alcanzar nunca a destruir la carne pútrida para dar lugar por fin al hueso desnudo, al sólido e insensible esqueleto. Job la sufre en su interior hasta el punto de impedirle ese éidolon de la muerte que es el sueño (3:26, 7:3-4, 13-14). Y sus amigos la sufren, aunque sea desde fuera, por el mero hecho de contemplarla en silencio durante siete días y siete noches ininterrumpidos (2:13). Sólo después se atreven a hablar y, aunque con sus palabras parezcan querer decir otra cosa, los amigos de Job no se dedican a inducir alguna falta pasada a partir del evidente estado actual de su cuerpo, sino que se limitan a constatar, con el mismo grado de certeza, estos dos aspectos de lo mismo. Dentro del esquema del pensamiento primitivo, igualmente tradicional y sostenido como el de la justicia de los dioses, la enfermedad es el mal. Impureza física y suciedad moral son la misma cosa. El carácter repugnante de la afección de Job nos lo describe claramente y, de nuevo, Job atisba a disociar lo que para la mentalidad conservadora de sus amigos estaba íntimamente unido (la enfermedad y el pecado), aunque en este caso no se lleve a sus últimas consecuencias, como se hará con las nociones también obsoletas de lo justo y lo injusto. Más aún que las calamidades previas, sucesivas y escalonadas, aunque con extrema rapidez, la enfermedad de Job es, ante todo, fulminante y excesiva: lo invade de golpe y lo atormenta hasta el límite de lo soportable.

A diferencia de la tentación primordial, que traía consigo como promesa el conocimiento, un “algo más” para un Adán ya creado, ahora la caída no tendría justificación aparente si no se ve cumplido el segundo hemistiquio, la segunda exhortación de la esposa: «…muere.» Sin tormento (entiéndase: indefinido y sin alivio posible), Job no sería Job. El personaje construye y descubre su identidad a partir de su quiebra, a pesar de que durante todo el libro el dolor aparece como algo añadido, venido de fuera: ¿qué o quién era Job antes de que Dios/Satán pusiera su vista en él? Su subjetividad se disuelve, haciendo honor a la raíz común de ambos términos, en su naturaleza sujeta, subordinada: un sujeto puro, un puro súbdito. Esta sujeción lo iguala al resto de los personajes: tanto a sus amigos, como a sus hijos, sus animales o sus siervos[34], que pueden intercambiarse, suprimirse y ser repuestos gracias a su equivalencia, a la homogeneidad de su papel de “unos u otros”. Pero ya había en ese personaje algo excesivo, que lo señala como objetivo de los dardos del Señor absoluto porque devalúa su propia naturaleza. Lo que define al amo es su capacidad de domar, de domeñar al animal salvaje o al esclavo rebelde. En ausencia de rebeldía, su existencia se vuelve superflua, prescindible: los animales dóciles van solos a pastar y vuelven al redil, acuden por sí mismos al sacrificio; la naturaleza obedece sus propias leyes[35]. La extrema sumisión de Job escandaliza a Dios, mucho más que el levantamiento de un grupo de esclavos. Job se reconoce a sí mismo y descubre su identidad gracias al dolor, aunque éste provenga del Otro, como nos dan a entender la trama preliminar y la argumentación de los amigos. La misma ingenuidad, que choca con la radicalidad del discurso del protagonista, es de la que adolecen los dos argumentos, contradictorios a primera vista, pero que, en definitiva, se dan la mano: en ambos casos se empeñan en reducir el yo de Job a la simple, por banal, conciencia de su pureza. Pero ésta no basta, como tampoco son suficientes las desgracias ajenas (sus primeras pérdidas), para identificar a Job. Es la enfermedad la que, a su pesar, lo define e identifica frente a los demás. Sólo a partir de las calamidades privadas (que ni siquiera su causante entiende: el Summum Bonum no puede comprender el mal), Job pronuncia sus palabras haciéndolas extensivas a la totalidad de la especie humana, lo que nos lleva a la visión de Elifaz y a la teofanía, que resultan por ello meros ornamentos. Job ya conocía su mensaje: todas las criaturas son caídas, esto es, son malas, sufren.

No es posible dar algo a nadie; tampoco dar nada. La muerte no se añade a nuestra existencia; o también: alguien nunca muere. En cambio, el hecho de que sea otro ser (Dios, la naturaleza, los demás, etcétera) la causa de nuestro sufrimiento, puede llegar a enajenarlo de nosotros mismos. Del mismo modo, no tiene sentido que sea Otro el que nos haya dado la existencia[36], ya que sin ella no somos otra cosa (a diferencia del primer hombre, que ya era, aunque ignorante, cuando la serpiente le ofreció el fruto prohibido): simplemente no somos (3:11). Job podría haber acatado el primer imperativo de su esposa (maldecir a su Dios o negarlo), pero no el segundo: Job no puede morir. Dice que sí lo quiere, pero cuando invoca a la muerte sigue pensando en sí mismo ya siendo, en su estado fetal, como aborto o simple cadáver; nunca lo hace en la impensable nada. Sigue existiendo, estando, aunque de una manera ambigua, en un lugar: una tumba, un mausoleo, el vientre materno o la tierra (3:17). Ese ‘allí’, el Seol, iguala a grandes y pequeños, felices y desgraciados, pecadores y hombres piadosos (3:19–20): ‘allí’ no alcanza la mano buena o mala de Dios, que ya no puede encontrar a su criatura, como le ocurrió con Adán cuando éste se le escondió en el Jardín (Génesis 3:8-10). Toda esta proposición, salida del hombre débil que se esconde de su acosador, nos suena a una mezcla de resentimiento y amenaza: «Pues ahora me acostaré en el polvo, / me buscarás y ya no existiré.» (1:20-21). ‘Allí’ las inmensas riquezas de Job no habrían tenido ningún valor, por lo que su pérdida no habría supuesto ninguna desgracia, y de aquí la mención irónica de los que se hacen sepultar con sus tesoros y sus joyas (3:14-15). Al mismo tiempo, como nos lo sugieren las repetidas advertencias hechas al Satán, Dios no quiere su muerte, ya que significaría su propio fracaso. En ese sentido, la sentencia de la esposa es una sola y la misma: repudiar a su Dios y morir son lo mismo; si bien, para cumplirla, tendría Job que haber trastocado el enunciado, dándole de este modo su completo significado: si y sólo si muere maldice Job a Yahveh, reniega de Él: lo niega, lo mata.

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Elifaz ha tenido una visión fugitiva a la vez que tenebrosa y aterradora (4:12-16), como lo va a ser el mensaje que le sigue (4:17-21). No se nos dice quién ha sido el mensajero, pero intuimos que se ha tratado de uno de los múltiples hijos de Dios, quizás el propio Satán[37]. Tampoco nos dice Elifaz cuándo la tuvo exactamente, pero entendemos que ha sido durante esa semana de mutismo y expectación, que nos hace pensar en el estado de estupefacción en el que han quedado los conocidos de Job ante el espectáculo inconcebible de su podredumbre. No ha podido, y lo mismo les ha ocurrido a los otros dos camaradas, elaborar un discurso humano que se acerque siquiera a dar respuesta a semejante catástrofe (el estado de Job). Por eso mismo, la imagen ha tenido que ser repentina e instantánea, las dos características del derrumbamiento de su antiguo amigo. Aunque el susurro a que da lugar tenga un desarrollo (todas las criaturas son defectuosas, incluso los hijos de Dios, entre los que se encuentra el Satán), el contenido del mensaje es la confirmación del carácter universal de ese corte radical, tajante, sin solución de continuidad: sin mediación dialéctica. No hay perfección fuera de Dios, y todo está fuera a la vez que procede de Él, pero sin gradación ni proceso. También sus intermediarios, que acuden a adorarlo y se atreven a mirarlo a la cara, han sido creados imperfectos. El mito de los ángeles caídos, los que se unieron a las mujeres en Génesis 6, esos mismos que Pablo convertirá, sin excepción, en figuras maléficas[38], encuentra así su enmienda y quizás su explicación. No han caído: son caídos, desde el momento en que no son Dios. No se plantea en esta visión la procesión ontológica y axiológica que elaborarán después gnósticos y neoplatónicos, ofreciendo a unos pocos privilegiados, electi, cierta consolación. Pero, ¿qué significa aquí esta revelación, como respuesta a las palabras inmediatamente anteriores de Job? La visión de Elifaz nos sugiere que todo el universo creado, por el hecho de serlo, no sólo se aleja de su Hacedor, se le escapa, sino que lo hace degradándose y cayendo de golpe: toda la creación es mala, indistinta y homogéneamente mala. Éste es pues el falso consuelo que Elifaz le ofrece a Job: mal y maldad, aquí términos equivalentes[39], son atributos universales del ser creado. Sus contradictorios, el bien y la bondad relativos, se pagan con la ignorancia, la renuncia a un conocimiento que, a los ojos del Otro, se traduce en soberbia. Ni la dicha de Job ni su piedad eran ciertas, ni lo van a ser a partir de ahora las de sus antiguos y satisfechos camaradas.

Ya hemos visto cómo los amigos, no sólo no consiguen consolar a Job ni, mucho menos, amansarlo (que es su principal cometido), sino que refuerzan su sufrimiento y, al mismo tiempo, su insubordinación. Bildad busca despertar en él un dolor añadido: la culpa irracional. Al insistir en la doctrina tradicional del castigo de los impíos, mueve a Job, que a pesar de todo sigue convencido de su inocencia, a reflexionar sobre lo ininteligible de la noción de “justicia” atribuida a Dios. Dios puede premiar al malvado si así le place, pero además hunde en el lodo al inocente. Ante la imposibilidad del hombre de ser justo, de acoplarse a la medida divina (4:17), Dios se convierte en la culpa que atormenta incluso al hombre bueno y piadoso. ¿O acaso son idénticas ambas cualidades? Lo que exige Dios, los dioses en general, es reconocimiento y sumisión, mientras que la moral exclusivamente humana se reduce a lo primero. La palabra ‘justicia’se va a convertir en algo ambiguo, al ser entendida a la vez al modo humano y divino, hasta acabar por ser lisa y llanamente equívoca e incluso contradictoria. Al reconocer al otro vemos en él a un semejante: somos justos cuando nos ajustamos a él, porque en él nos reconocemos a nosotros mismos; y precisamente esto es lo que intentan, aunque torticeramente, los que (re)conocen a Job, a pesar y más allá de su calamitosa metamorfosis. Si ahora se distancian de él no es por su inesperado derrumbe, sino porque sus palabras les suenan a algo nuevo, ajeno a la personalidad del hombre que conocían y en las que dejan de verse reflejados. El dolor tiene otra consecuencia, que es la que deja en el lector de Job ese poso de amargura, que no proviene de la conmiseración por sus infortunios: el hombre sufriente no acata sus desgracias guardando silencio, como esperaban quizás sus amigos, sino que se atreve a hablar, y en ello consiste su insumisión; pero sus palabras no encuentran respuesta. Como el mismo Dios aun en la apoteosis de su gloria, de la que puede enorgullecerse pero que no puede compartir con nadie y, en su extremo opuesto, el hombre desdichado, por el simple hecho de manifestar su desdicha sin encontrarle ni buscarle justificación, se encuentran, Uno y otro, inevitablemente solos. También Dios está solo, como hemos visto, desde el momento en que los lazos con sus criaturas (todo el universo) se han roto tras la caída. Es esta carencia de interlocutores, tanto los próximos (los prójimos de Job, que no entienden su rebeldía) como el remoto (Dios, que ni la entiende ni se la explica a Sí mismo), la que quizás deje ese fondo de desasosiego, que impera en el libro sobre otras reacciones, que podrían ser (mal)intencionadas: por ejemplo, la conmiseración, que ya queda hasta el exceso expresada por los camaradas de Job; o el carácter extremo de la pasión que se manifiesta en sus asuntos más explícitos: el dolor, la inocencia, la (in)sumisión, etcétera.

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Por tratarse la bíblica de una moral heterónoma y material (en el sentido kantiano)[40], la escapada del suicidio no tiene aquí cabida. Del mismo modo que el universo creado debe su existencia a otro, el hombre no tiene en sus manos la suya propia ni puede renunciar a ella, algo que Job ni siquiera se plantea, por más que lo pronuncie y proclame. Esta desposesión de la existencia es lo que se explicita claramente en la orden de Yahveh a Satán de dejar a su súbdito con vida. El formato heterónomo de esta moral se manifiesta claramente en el carácter de mandato de sus dos únicos imperativos: por un lado, una ley que él mismo obedece sin siquiera conocerla y que se ha dictado fuera de la conciencia de Job (seguir con vida); por otro, la obediencia a una tradición que sin duda conoce por la lectura de la Ley: seguir honrando a Dios. Job no es justo a cambio de su felicidad, sino de manera gratuita: la conducta de Job es pura obediencia, y así se repite en el libro una y otra vez.

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No nos bastan la experiencia y el pensamiento de las cosas y/o los hechos: queremos además que ambas, sensaciones e ideas o imágenes[41], correspondan a algo ‘real’. La realidad, esa estratagema forjada por la especie humana para poder moverse sin que la tierra se le deslice bajo sus pies, aguanta… hasta que llega un momento en que no tolera la enorme carga con que la atosigamos: enfermedades y miseria, felicidad, deleites y alegrías, todo tiene que ser real, no bastando la transparencia de su paso fugitivo por ese modo[42], también ficticio, que tiene su sede física en el cerebro[43] y que conocemos como ‘mente’, que comparte raíz con ‘mentira’. El universo se nos escapa, y las estrellas antaño llamadas fijas huyen a una velocidad vertiginosa según la cosmología moderna. Los hechos, en perpetua transformación, se nos ofrecen como cosas, y ambos, cosas y hechos, son el resumen, fragmentario e insuficiente, de ese gran todo al que dotamos del pomposo nombre de Realidad. Algo muy distinto es la Verdad, a pesar del idesarraigable hábito de confundir lo real con lo verdadero. No se predica la verdad/falsedad del ser, ni el no-ser equivale de manera alguna a lo falso: lo falso, una moneda por ejemplo, sigue siendo, incluso cuando se descubre su falsificación y deja de tener curso legal para los advertidos del fraude que hace que, sólo ellos, le nieguen el derecho a seguir mereciendo el nombre de ‘dinero’. En el lenguaje cotidiano decimos de un ente que es falso cuando aparenta ser lo que no es, que es[44] casi siempre más y mejor que lo fingido, especialmente si es humano, cuando (nos) miente: hablando en propiedad, sólo miente el que sabe que lo hace… El adjetivo ‘falso’ permite un doble uso que nos puede llevar, una vez más, a engaño: puede emplearse, tanto como sinónimo de ‘mentiroso’ (dicho de un sujeto que miente), como de la propia mentira (referido a la cosa fingida).

Que Elohim[45] es mentiroso resulta explícito desde el primer momento. Pero ¿lo convierte eso en falso? Cuando nos preguntamos: “¿Son o fueron verdaderos o reales estos o aquellos personajes (o dioses, o espíritus, o demonios…)?”, nos estamos planteando el valor de verdad de, al menos, dos enunciados diferentes. Por ejemplo: 1º ‘San Cristóbal o San Jorge fueron dos seres reales’, esto es, según la expresión habitual, “materiales e históricos”. Dado por verdadero esto último, 2º ‘a esas dos personas realmente existentes les corresponde ser llamadas santas’ (con todos los añadidos que semejante calificativo trae consigo[46]). Tanto la realidad como la santidad son atributos que, al pronunciarse como conclusión de otros tantos enunciados, convierten a éstos en verdaderos o falsos. Dicho de otro modo: la verdad/falsedad no se dice de los seres, sino de lo que decimos de ellos.

De algo irreal, expresión necesariamente mentirosa por tratarse de una contradictio in adjectio[47], podemos afirmar o negar lo que nos venga en gana sin temor a cansarnos. Éste es el inmenso privilegio que poseen los libros sagrados, entre ellos las hagiografías y las mitologías: toda vez sentado el engaño, la proliferación de embustes a su costa se hace inagotable e incluso inevitable. La farsa se alimenta de patrañas, casi podríamos sostener que se nutre de sí misma sin llegar nunca a consumirse ni consumarse[48]. De aquí la proliferación de Vidas de santos y las insondables fuentes del discurso teológico: en el origen del hecho religioso, según muchos autores que no viene al caso citar, está la fiesta, que recrea, rinde homenaje a la vez que vuelve a crear, una y otra vez, periódica y ritualmente, esa feliz invención a la que llamamos ‘dioses’. A la fiesta le sigue inevitablemente la leyenda, que es la que dota de perfil a la ficción festejada:

“Indeed it is from hagiography that the name itself has been borrowed. In its primitive meaning the legend is the history that has to be read, legenda, on the feast of a saint. It is the passion of the martyr or the eulogy of the confessor, without reference to its historical value[49].”

Es decir: lo que se dice del dios es el dios. Ahora bien, volviendo a lo anterior, lo que se dice de El-Shaddai en el Libro de Job (dejando de lado su cosmogonía final, añadida o no, pero que ahora resulta una leyenda más que el personaje, haciéndola suya, cuenta[50] de sí mismo para ser digno de adoración)… es que miente.


[1] Salomon et Job ont le mieux connu et le mieux parlé de la misère de l’homme: l’un le plus heureux, et l’autre le plus malheureux; l’un connaissant la vanite des plaisirs par expérience, l’autre la réalité des maux. (Pensées, 174). Pascal, siguiendo la tradición, identifica a Salomón con el autor tanto del Qohélet como del propio Libro de Job, de forma que es uno solo y el mismo quien reconoce la vacuidad de la felicidad a la vez que la realidad del sufrimiento.

[2] Le dieu des religions qui, éternel, se représente les êtres emportés par le temps, ne pourrait être que la supréme indifference ou la supréme desespoir, la réalisation de la monstruosité morale ou du malheur. (Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction. París, Felix Alcan, 16e éd., 1921, p. 28.)

[3] Cfr Job en http://jewishencyclopedia.com/

[4] Cfr. Surata VI 84-89. Job figura aquí entre Salomón y José, dentro de una larga lista que va desde Abraham hasta Jesús, el último profeta anterior a Mahoma.

[5] Las lectiones del Oficio de Difuntos están tomadas en su totalidad del Libro de Job (7:16-2, 8-12; 10:1-7, 11-15, 18-22; 13:16, 22-28; 14:1-6; 17:1-3; 19:20-27). ¡Pobre Job! ¡A pesar de que el propio Yahveh había prohibido su muerte! Una prueba más de la capacidad fagocitadora de la Iglesia romana y de su extremada capacidad para apropiarse de lo que no le pertenece.

[6] Las más conocidas son las Instrucciones de Kagemni, las Instrucciones de Ptahhotep, el Libro de Ajícar y las Instrucciones de Amenemope.

[7] Como lo expresa Alfred Loisy, el Libro de Job es “… une oeuvre qu’il convient d’admirer en elle-même, les chétives réflexions du commentateur étant plûtost de nature à l’obscurcir qu’à en faire valoir la simple et majestueuse beauté. (…) On ne devrait analyser avec la froide sévérité du critique cette vieille histoire si pleine d’une grandiose naïveté; il faudrait se contenter de la lire et de l’admirer.” (Le Livre de Job, Amiens, Impr. Rousseau-Leroy, 1892; pp. 1-2 y 49).

[8] Ésta es la fecha que nos deja, suponemos como canónica, la católica Biblia de Jerusalén.

[9] Las referencias son casi siempre a El Shaddai, ‘Dios todopoderoso’.

[10] Según una tradición rabínica, se trataba de Dina, la hermana de Jacob.

[11] En sentido restringido: con el hombre; o universal: con todas las criaturas. Esto último es lo que el espectro nocturno comunicará a Elifaz, y resulta por ello una anticipación necesaria de la epifanía final, aunque limitada al conflicto ético entre Dios y el hombre.

[12] “Es justicia divina”.

[13] Intentaré una formalización, aunque resulte tosca y mal amañada. Axiomas: A. Dios existe. Supuesto implícito en todo el libro y no cuestionado en ningún momento, ni siquiera en la tentación blasfema de la esposa. B. Todo existente (tanto Dios, “el que es”, como las criaturas, que tienen “prestada” la existencia) es justo si y sólo si castiga (“hace sufrir”) al culpable (el que “peca”) y premia (“hace no sufrir”) al inocente (”no peca”). Se sobreentiende que “ser feliz” es contradictoria de “sufrir”, así como que el sufrimiento es el estado “natural” del ser caído, que sólo Dios puede invertir a cambio del cumplimiento, por parte humana, del sometimiento, que es la manera que tiene el hombre de ser justo ante Dios. Todo este supuesto complejo se va explicitando a lo largo del debate. C. Dios es justo (explícito en las protestas de Job). D. Job sufre (explícito y empírico, por el carácter manifiesto de sus desdichas). Conclusión: Job es culpable. (”peca”). Definiciones. “Es Dios” = D; “Es Job” = H; “Existe” = E; “Sufre” = S; “Peca” = P.; “Es justo” = J; “Castiga el pecado” = C; “Premia la piedad” = B. Las individuales x, y, se refieren, la primera al universo de la totalidad de los seres, creados o increados. Está claro que Dios no sufre… ni es feliz, al menos en el sentido humano de los términos (como ocurre con el de “justicia”, que Dios prohibirá finalmente entender al modo sagrado.); mientras que la segunda (el universo de y) se restringe por lo tanto a las criaturas. Derivación. Supuestos: ˄x (Dx → Ex) ^ { ˄x (Dx → Jx)  ↔ [(Dx ^ Jx) ↔ (Cx ^ Bx)] } → ˅y (Hy ^ Sy). Conclusión: ˄y (Hy → Py).

[14] { [˄x (Dx ^ Jx) ↔ ˄y (Sy →  Py)] ^ ˅y [Hy ↔ (Jy ^ ⌐Py)] }↔ ˄x (Dx → ⌐Jx). La derivación es lógicamente válida, al igual que lo era la primera. La diferencia fundamental es semántica, y radica en las distintas definiciones de J (es justo), según esté referida a Dios o a los hombres, aunque esto sólo resultará evidente tras la teofanía final. Desde un punto de vista lógico, el enunciado simple Dios es injusto, que resultará ser la conclusión y que contradice aparentemente ˄x (Dx→Jx), no se toma por axioma, sino como parte antecedente de otro enunciado complejo.

[15] ¿Idéntica a la de la mujer de Job? Ésta se limita a aconsejar a su esposo la maldición, actuando directamente como “tentadora” más aún que el propio Satán, cuya actuación reclama una elaboración argumentativa por parte de Job, que sus amigos intentan evitar a toda costa. Recordemos que, según Jung (Antwort auf Hiob, 1952), el dios malo constituye la cuarta persona que completaría la Trinidad tradicional.

[16] Cónfer Kolakowski, http://www.letraslibres.com/revista/convivio/leibniz-y-job-metafisica-del-mal-y-experiencia-del-mal

[17] Los castigos de Dios superan casi siempre en envergadura al delito cometido, y lo mismo ocurre con sus promesas en relación con la conducta de sus beneficiarios. En I Samuel 2: 12 ss., toda la descendencia de Elí se ve condenada y alejada del sacerdocio, únicamente por las malas prácticas de los hijos del primero, quien además les había afeado su conducta. Sin embargo, Yahveh, en su advertencia a Elí, repite la versión tradicional sobre el pecado: Porque a los que me honran, yo los honro, pero los que me desprecian son despreciados (2: 30). Otros ejemplos: la inquina de Yahveh hacia Saúl (I Samuel 15 ss.) o la muerte de los dos hijos de Aarón, quien, como hará Job, pero sólo al final y por imperativo divino, se limita a guardar silencio (Levítico 10). Como contrapartida, el acontecimiento fundamental de todo el Pentateuco: la designación de los descendientes de Abraham como pueblo elegido.

[18] Esta evolución, que conlleva la mudanza del dios supremo a una morada más allá de la última de las esferas celestes, sigue a la transformación del henoteísmo, común a todas las antiguas religiones semíticas, en el monoteísmo absoluto. Cfr. Franz Cumont, Les Religions orientales dans le paganisme romain, 3º ed., París,  Leroux, 1929, pp. 198 ss. y Marie-Joseph Lagrange, Études sur les Religions sémitiques, deuxième édition corr. et augm., Paris, Librairie Victor Lecoffre, 1905, cap. XII.

[19] Sólo se salva la esposa, lo cual resulta especialmente significativo, especialmente si tenemos en cuenta que, según la mentalidad patriarcal, la mujer, junto a los hijos y la servidumbre propiamente dicha, es sierva por partida doble (Génesis 3:16): todos ellos son siervos de un siervo (Job), que por fin lo es de un Patriarca absoluto.

[20] ¡Cosa imposible! Ya la Serpiente, como aquí su parónimo, nos da que pensar que el fundamento y origen absolutos de toda tentación no pueden ser más que Yahveh.

[21] Génesis 22.

[22] Digamos a su favor que nunca miente, en ninguna de sus mayores epifanías. La mentira, cuando es manifiesta, no miente.

[23] Que nos recuerda al apotegma de Heráclito 123 DK.

[24]: «Si un hombre peca contra otro hombre, Dios será el árbitro; pero si el hombre peca contra Yahveh, ¿quién va a interceder por él?» (ISamuel, 2:25).

[25] La teofanía final es, sin embargo, una de las partes del libro más frecuentemente rechazada por los estudiosos como apócrifa y añadida.

[26] Los profetas, simples instrumentos o portavoces de la palabra de Otro, no entendían ellos mismos sus mensajes, ni el porqué de su misión. Cfr. James DARMESTETER, Les Prophètes d’Israël, Paris, Calmann Lévy, 1892; Jean RÉVILLE, Le Prophétisme hébreu, esquisse de son histoire et de ses destinées, París, Ernest Leroux, 1906.

[27] Se trata de una nueva Cosmogonía, más rica y elaborada literariamente que las dos del Génesis.

[28] Compárese esta misma proposición, pero con inversa intencionalidad, con el famoso “¿Qué tengo yo…?” de Lope.

[29] Cfr. Jeremías 1:5. Los dioses paganos desfallecen, e incluso llegan a morir, si les falta el alimento de nuestros sacrificios y ofrendas. Sobre la interpretación (algo consoladora) del Libro de Job a partir de la dialéctica del amo y el esclavo, v. Antonio NEGRI, The Labor of Job: The Biblical Text as a Parable of Human Labor, translated by Matteo Mandarini, with foreword by Michael Hardt and commentary by Roland Boer (Durham & London: Duke University Press, 2009).

[30] Eva y Adán no llegaron a degustar, ni siquiera a desear el fruto del árbol de la vida.

[31] La primera tanda de ataques contra Job, aunque “comandadas” en última instancia por Yahveh/Satán, aparecen causadas, indistintamente, por sujetos humanos (moralmente malos): los bandidos sabeos y caldeos; y por elementos naturales, pero dependientes exclusivamente de la voluntad divina: el “fuego de Dios” y el viento del desierto o del suroeste, que posee en la mitología bíblica una connotación maligna más allá del puro fenómeno natural.

[32] La tesis sobre la caída del universo en su totalidad, aunque esta vez debida al pecado original, es la que sostiene el cristianismo a partir de la sentencia de Pablo (convertida en dogma) expresada en Romanos 5:12.

[33] ‘Maldecir’ no es aquí sinónimo de ‘decir mal’, lo cual equivaldría a blasfemar. Equivale más bien a ‘renegar’, y así se traduce en muchos casos. Renegar de Dios significa negarlo, negarle la existencia, y recordemos que, aunque los filólogos no han llegado a dar la discusión por concluida, el nombre de Yahveh, tal como él mismo se presenta ante Moisés en Éxodo 3:14 se traduce como ‘Yo soy el que es’.

[34] Animales y servidumbre, súbditos por partida doble, no merecen la vigilancia del Amo absoluto. En cambio, los amigos de Job se reservan algún pecadillo escondido, no evidente; y por evitar el posible pecado de sus hijos es por lo que ha dedicado Job hasta ahora todas sus ofrendas.

[35] Contra esta concepción, aparentemente autónoma y mecánica, de la naturaleza creada, se dirige el discurso de Yahveh.

[36] El enunciado existencial ‘x existe’ es siempre redundante, esto es, autoevidente. Su contradictorio, ‘x no existe’ es una contradicción: definiendo E como “existe” y dando por supuesto que las individuales simbolizan entidades particulares, ˄x Ex es un axioma tautológico.

[37] Cfr. Mart-Jan Paul George, The Disturbing Experience of Eliphaz in Job 4: Divine or Demonic Manifestation? J. Brooke and Pierre Van Hecke (eds.), Goochem in Mokum: Wisdomin. Amsterdam, Leiden, Boston: Brill, 2016; pp. 108-120.

[38] Efesios 6:12; ICorintios 15:24.

[39] Cfr. Alfred Loisy, op. cit., pp. 75 y 82. También lo son ‘bueno’, ‘feliz’, ‘sano’ y ‘valioso’.

[40] No sólo la moral: también la metafísica. La física occidental ha tardado siglos en hacerse autónoma. Pero la ética, a pesar de Kant y la Ilustración, sigue enajenada, aunque el legislador haya cambiado de nombre.

[41] Correspondientes todas, y en el mismo orden jerárquico, a las nociones platónicas de εἴδος (pl. εἴδη), ἰδέα y εἴδωλον. Cfr. “Platonic Idea versus Plato’s Eidos”, Introducción de Criton M. Zoakos a su traducción al inglés del Parménides, 2019.

[42] En el sentido de Spinoza.

[43] Según la ciencia actual. Tanto entre los judíos como para los griegos, así como para muchas otras culturas, el escondite orgánico del pensamiento (o del alma) se ha ubicado en casi todas las vísceras del cuerpo.

[44] No hay redundancia: este es es copulativo, no existencial.

[45] En plural, no por su habitual función mayestática, sino porque su ocasión viene al caso: hacen falta dos, como mínimo, para mentir, esta vez a un tercero.

[46] Cfr. Rudolf OTTO, Das Heilige…,  Trewendt & Granier, Breslau, 1917.

[47] Algo parecido le ocurre a la manoseada expresión de ‘realidad virtual’.

[48] El lugar clásico de esta proliferación ad infinitum a que da lugar el enunciado (aparente y erróneamente) simple “miento”, lo tenemos en el comienzo de la Historia verdadera de Luciano de Samósata.

[49] Hippolyte. DELEHAYE, The Legends of the Saints: An Introduction to Hagiography. Translated from the french by V. M. Crawford, 1907. (Les légendes hagiographiques; 2e éd., Bureaux de la Société des Bollandistes, Bruxelles, 1906; p. 10).

[50] Tomando el cuento como el equivalente oral de la leyenda escrita.